Navidad: esta época tan bonita donde todas las ciudades se visten de colores y luces preciosas, en donde las calles se llenan de gente buscando regalos y sorpresas para hacer a los más cercanos, en los que vemos a seres queridos (y no tan queridos) que vemos con frecuencia o no con tanta como quisiéramos durante el año…y que abarrota nuestras mesas (o las mesas de los bares y restaurantes donde quedamos con estas personas) de comida y bebida como si fuera el fin del mundo.

Porque sí, porque estos días comemos como si ni hubiera un mañana (me incluyo al 100% en este grupo). Analicemos. Por un lado, tiene una explicación lógica: son fechas en las que solemos comprar o comer alimentos… poco habituales. En general, de mayor calidad, mayor precio ¡y sabores espectaculares!  Además de esto, suele haber una variedad tan amplia que podríamos a veces confundirlo con un buffet (vale ahí quizás me he pasado un poco), lo que hace que, al querer probar un poquito de todo, ese poquito a poquito se transforme en un demasiado.

Todo esto sin contar el alcohol. El problema del alcohol (además de los prejuicios para la salud, que ahora no vamos a entrar en esto y menos en estas fechas) es que aumenta el apetito, al contrario de lo que muchos pensarán. Con lo que claro, más comida, más variedad, más sabores…y más hambre. El resultado es alta probabilidad que terminemos casi a reventar.

A pesar de todo esto, mi único consejo es que disfrutéis (yo disfruto como si fuera una niña de cada una de estas comidas, sabiendo que este contexto, cantidad y frecuencia solo se repite varios días al año) y saboreéis cada momento, cada comida, cada encuentro y cada conversación. Sólo con el matiz de que intentéis dosificar la comida (que no os la van a quitar, va a sobrar y lo sabéis), más que nada para que la pesadez de ese mismo día o del día siguiente os impidan disfrutar como realmente se debe.

Y, por último, no me queda más que desearos ¡feliz Navidad!